Nuestros hijos no son la causa de nuestro agotamiento, es el sistema de crianza el que nos agota. No son ellos quienes agotan nuestra paciencia, sino que están presentes cuando la perdemos, lo que puede llevarnos a malinterpretar la situación. A veces explotamos, lloramos, y luego nos etiquetamos a nosotros mismos como «malos padres». Pero no es así. Nuestros hijos no nos abruman, porque si lo hicieran, no los abrazaríamos, no tomaríamos innumerables fotos de ellos ni observaríamos su sueño con admiración por su ternura. No. No son ellos… y tampoco somos nosotros.
¿Dónde radica el problema?
Lo que en realidad nos abruma es la falta de respaldo, la soledad y la irrealidad de un sistema de crianza patriarcal y autoritario que impone expectativas desmedidas, pero que carece de herramientas y apoyo. Si contratamos una niñera, se nos acusa de ser padres ausentes, si recurrimos a los abuelos, cuestionan constantemente nuestros límites y nos comparan, si optamos por la doble escolaridad, nos tachan de torturadores por mantenerlos tantas horas en la escuela, y si utilizamos fórmula láctea, nos juzgan como «enemigos de la lactancia». La lista es interminable.
Si a nuestro hijo le va mal en la escuela, es culpa de mamá; si no come sano, es culpa de mamá; si llora, es culpa de mamá. Si comete un error, es culpa de mamá, pero si tiene éxito, es mérito del sistema: ¡BUEN ESTUDIANTE! ¡MUY EDUCADO! ¡MUY SANO! ¿Y mamá? Ah, no, mamá simplemente siguió al pie de la letra las instrucciones del manual de «cómo dejar de existir para criar un hijo ejemplar».
Este agotamiento es desgastante. Lidiar con la conciliación entre trabajo y crianza en condiciones de desigualdad frente a los «sin hijos» es agotador. El déficit de recursos y el apoyo insuficiente de nuestras parejas o familias, que en lugar de ayudar, nos señalan lo que está mal, también agotan. No sentirnos valorados y carecer de espacios propios también contribuye al agotamiento. Criar 24 horas al día, con la constante presión de no cometer errores, es una tarea imposible.
Es por esto que muchos padres explotan y pronuncian frases como «la maternidad sacó lo peor de mí», «mis hijos me están cambiando» o «no puedo más con esto». Sin embargo, no se trata de ser malos padres, aunque la sociedad constantemente nos culpe por no adaptarnos perfectamente a la crianza. La sobrecarga y el estrés parental rara vez provienen de los niños mismos, sino más bien de un sistema inadecuado que impone incontables obligaciones a la natural actividad de ser padres.
Consecuencias
Las consecuencias de esta carga pueden ser diversas: Distanciamiento emocional con nuestros hijos, cuidarlos en piloto automático, sentir un vacío emocional como padres y/o preocuparnos más por la opinión de los demás que por el bienestar emocional de nuestros hijos.
Cuando logramos dejar atrás todas estas presiones y tomamos un respiro, ya sea en un domingo tranquilo o al decidir frenar un poco, todo cambia. En esos momentos podemos dedicarnos a jugar, reír y amar, que son las acciones que realmente definen la crianza. Cuando estamos solo nosotros y nuestros hijos, todo brilla porque volvemos a conectarnos, sin intermediarios ni distracciones, y las cosas fluyen. Ya no estamos en una carrera constante, sino que realmente vivimos.
Es hora de despojarnos de la confusión. Nuestros hijos no nos agotan, sino que es todo el sistema impuesto a la crianza el que sí lo hace. Seamos auténticos y aprendamos a delegar las responsabilidades que nos perjudican, manteniendo solo lo esencial. El primer paso para no dejarnos vencer por este sistema de crianza es establecer una distancia realista entre lo que somos como padres y lo que creemos que deberíamos ser.
Inspirado en el artículo de Ezequiel Tozzi, periodista y creador del blog Monólogos de papá.